miércoles, 15 de abril de 2009

ARAR LA TIERRA. Parte I

El abuelo siempre olía a tierra.

De tanto cultivar el campo con sus manos, la arena se le había colado entre las uñas y por los poros de la piel se había traspasado a su sangre. Atravesándole para siempre, vareándole el alma.

Era como un sólido tronco de olivo, algo achaparrado en estatura, de retorcidos huesos y con ojos de color verde aceituna.
Y para cuidarse de la brasa del verano manchego, de la elástica fibra del mimbre se aprovechaba para fabricar sus propios sombreros. Tardes se tiraba el hombre entretejiendo sentado en el patio empedrado: Ora apoyado en el poyo de la entrada, ora manchando sus espaldas con la cal blanca y azul de la casa de adobe. Rumiando sus recuerdos ... siempre rumiando sus recuerdos.

Había nacido en Córdoba y se crió más pobre que los marranillos que cuidaba. Aprendió desde chico a engordarse con las algarrobas de los cochinos, y metido en el cenagal, se cuidó mucho de desarrollar hocico y no boca. Del hambre de la guerra aprendió a comer a puñados que así se engordaban todos.

3 comentarios:

Niña hechicera dijo...

Ahhh el olor a tierra seca de Castilla...el color verde de los olivos y el tacto del aire ...son cosas que disfruto mucho cuando salgo de aquí y cambia el color del cielo,de repente,el aroma del campo...me encanta la historia,es la historia de mi abuelo,de todos los abuelos de la guerra...

algún día os contaré mi novela;))

LUCIA-M dijo...

PRECIOSA HISTORIA!
Me llego ese olor a la tierra de mi abuela
Y sus dulces.
Gracias, por traerme recuerdos con esta preciosa historia de abuelo.
Un bes.

Melisa dijo...

Muy bonito Gemma :)