A la orilla del río, oculta por el pajonal, una mujer está leyendo. Érase que se era, cuenta el libro, un señor de vasto señorío. Todo le pertenecía: el pueblo de Lucanamarca y lo de más acá y lo de más allá, las bestias señaladas y las cimarronas, las gentes mansas y las alzadas, todo: lo medio y lo baldío, lo seco y lo mojado, lo que tenía memoria y lo que tenía olvido.
Pero aquel dueño de todo no tenía heredero. Cada día su mujer rezaba mil oraciones, suplicando la gracia de un hijo, y cada noche encendía mil velas.
Dios estaba harto de los ruegos de aquella pesada, que pedía lo que Él no había querido dar. Y al fin, por no escucharla más o por divina misericordia, hizo el milagro. Y llegó la alegría del hogar.El niño tenía cara de gente y cuerpo de lagarto.
Con el tiempo el niño habló, pero caminaba arrastrándose sobre la barriga. Los mejores maestros de Ayacucho le enseñaron a leer, pero sus pezuñas no podían escribir.
Su opulento padre le consiguió una y con gran pompa se celebró la boda en la casa del cura.
En la primera noche, el lagarto se lanzó sobre su esposa y la devoró. Cuando el sol despuntó, en el lecho nupcial no había más que un viudo durmiendo, rodeado de huesitos.
Y después el lagarto exigió otra mujer. Y hubo nueva boda, y nueva devoración. Y el glotón necesitó otra más. Y así.
Novias no faltaban. En las casas pobres, siempre había alguna hija sobrando.
Con la barriga acariciada por el agua del río, Dulcidio duerme la siesta. Cuando abre un ojo la ve. Ella está leyendo. El nunca en su vida ha visto mujer con anteojos. Dulcidio arrima la nariz:
- ¿Qué lees?.
Ella aparta el libro y lo mira sin asombro, y dice:
- Leyendas
- ¿Leyendas?.
- Voces viejas.
- ¿Y para qué sirven?.
Ella se encoge de hombros: - Acompañan - dice.
Esta mujer no parece de la sierra, ni de la selva, ni de la costa.
- Yo también sé leer - dice Dulcidio.
Ella cierra el libro y da vuelta la cara. Cuando Dulcidio le pregunta quién es y de dónde, la mujer desaparece.
El domingo siguiente, cuando Dulcidio despierta de la siesta, ella está allí. Sin libro, pero con anteojos. Sentada en la arenita, los pies guardados bajo las muchas polleras de colores, ella está muy estando; y así mira al intruso ése que lagartea al sol.
Dulcidio pone las cosas en su lugar. Alza un pata uñuda y la pasea sobre el horizonte de montañas azules:
- Hasta donde llegan los ojos, hasta donde llegan los pies. Todo. Dueño soy.
Ella no echa ni una ojeada al vasto reino y calla. Un silencio muy. El heredero insiste. Las ovejitas y los indios están a su mandar. Él es el amo de todas estas leguas de tierra, agua y aire, y también del pedazo de arena donde ella está sentada:
- Te doy permiso - concede.
Ella echa a bailar su larga trenza de pelo negro, como quien oye llover, y el muy saurio aclara que él es rico, pero humilde, estudioso y trabajador, y ante todo un caballero con intenciones de formar un hogar, pero el destino cruel quiere que enviude. Inclinando la cabeza ella medita ese misterio.
Dulcidio vacila. Susurra: - ¿Puedo pedirte un favor?.
Y se le arrima de costadito, ofreciendo el lomo.
- Ráscame el lomo - suplica - que yo no llego.
Ella extiende la mano, acaricia la ferruginosa coraza y elogia: - Es una seda.
Dulcidio se estremece y cierra los ojos y abre la boca y alza la cola y siente lo que nunca. Pero cuando da vuelta la cabeza ella ya no está. Arrastrándose a toda velocidad a través del pajonal, la busca al derecho y al revés y por los cuatro costados. No hay rastros. Y el domingo siguiente, ella no viene a la orilla del río. Y tampoco el otro domingo, ni el otro.
Desde que la vio, la ve. Y nada más ve.
El dormilón no duerme, el tragón no come. La alcoba de Dulcidio ya no es el feliz santuario donde reposaba amparado por sus difuntas esposas. Las fotos de ellas siguen allí, tapizando las paredes de arriba a abajo, con sus marcos en forma de corazón y sus guirnaldas de azahares; pero Dulcidio, condenado a la soledad, yace hundido en las cobijas y en la melancolía. Médicos y curanderos acuden desde lejos y ninguno puede nada ante el vuelo de la fiebre y el derrumbe de todo lo demás.
Prendido a la radio a pilas, que le ha vendido un turco de paso, Dulcidio pena sus noches y sus días suspirando y escuchando melodías pasadas de moda. Los padres desesperados, lo miran marchitarse. Él ya no exige mujer como antes exigía:
- Tengo hambre.
Ahora suplica:
- Yo soy un pordiosero del amor.
Y con voz rota, y alarmante tendencia a la rima, musita homenajes de agonía a la dama que le ha robado la calma y el alma.
Toda la servidumbre se lanza a buscarla. Los perseguidores revuelven cielo y tierra; pero ni siquiera se sabe el nombre de la evaporada, y nadie ha visto jamás a ninguna mujer de anteojos en estros valles, ni más allá.
En la tarde de un domingo, Dulcidio tiene una corazonada. Se levanta, a duras penas, y de mala manera se arrastra hasta la orilla del río. Y allí está ella.
Bañado en lágrimas, Dulcidio declara su amor a la niñacha desdeñosa y esquiva, confiesa que de sed perezco por las mieles de tu boca, proclama que ni tu olvido merezco, palomita que me aloca y la abruma de lindezas y arrumacos.
Y se viene la boda. Todo el mundo agradecido, porque ya el pueblo lleva largo tiempo sin fiesta y allí Dulcidio es el único que se casa. El cura hace precio, por tratarse de un cliente tan especial.
Gira el charango alrededor de los novios y suenan a gloria el arpa y los violines. Se brinda por el amor eterno de la feliz pareja, y ríos de ponche corren bajo las ramadas de flores.
Dulcidio estrena piel nueva, rojiza en el lomo y verdiazul en la cola prodigiosa.
Y cuando los dos quedan al fin solos, y llega la hora de la verdad, él ofrece:
- Te doy mi corazón. Písalo sin compasión.
Ella apaga la vela de un soplido, deja caer su vestido de novia, esponjoso de encajes, se saca lentamente los anteojos y le dice:
- No seas huevón. Déjate de pendejadas.
De un tirón lo desenvaina y arroja la piel al suelo. Y abraza su cuerpo desnudo, y lo arde.
Después Dulcidio se duerme profundamente, acurrucado contra esa mujer, y sueña por primera vez en la vida.
Ella se lo come dormido. Lo va tragando de a poquito, desde la cola hasta la cabeza, sin hacer ruido ni mascar fuerte, cuidadosa de no despertarlo, para que él no vaya a llevarse una fea impresión.
En la primera noche, el lagarto se lanzó sobre su esposa y la devoró. Cuando el sol despuntó, en el lecho nupcial no había más que un viudo durmiendo, rodeado de huesitos.
Y después el lagarto exigió otra mujer. Y hubo nueva boda, y nueva devoración. Y el glotón necesitó otra más. Y así.
Novias no faltaban. En las casas pobres, siempre había alguna hija sobrando.
Con la barriga acariciada por el agua del río, Dulcidio duerme la siesta. Cuando abre un ojo la ve. Ella está leyendo. El nunca en su vida ha visto mujer con anteojos. Dulcidio arrima la nariz:
- ¿Qué lees?.
Ella aparta el libro y lo mira sin asombro, y dice:
- Leyendas
- ¿Leyendas?.
- Voces viejas.
- ¿Y para qué sirven?.
Ella se encoge de hombros: - Acompañan - dice.
Esta mujer no parece de la sierra, ni de la selva, ni de la costa.
- Yo también sé leer - dice Dulcidio.
Ella cierra el libro y da vuelta la cara. Cuando Dulcidio le pregunta quién es y de dónde, la mujer desaparece.
El domingo siguiente, cuando Dulcidio despierta de la siesta, ella está allí. Sin libro, pero con anteojos. Sentada en la arenita, los pies guardados bajo las muchas polleras de colores, ella está muy estando; y así mira al intruso ése que lagartea al sol.
Dulcidio pone las cosas en su lugar. Alza un pata uñuda y la pasea sobre el horizonte de montañas azules:
- Hasta donde llegan los ojos, hasta donde llegan los pies. Todo. Dueño soy.
Ella no echa ni una ojeada al vasto reino y calla. Un silencio muy. El heredero insiste. Las ovejitas y los indios están a su mandar. Él es el amo de todas estas leguas de tierra, agua y aire, y también del pedazo de arena donde ella está sentada:
- Te doy permiso - concede.
Ella echa a bailar su larga trenza de pelo negro, como quien oye llover, y el muy saurio aclara que él es rico, pero humilde, estudioso y trabajador, y ante todo un caballero con intenciones de formar un hogar, pero el destino cruel quiere que enviude. Inclinando la cabeza ella medita ese misterio.
Dulcidio vacila. Susurra: - ¿Puedo pedirte un favor?.
Y se le arrima de costadito, ofreciendo el lomo.
- Ráscame el lomo - suplica - que yo no llego.
Ella extiende la mano, acaricia la ferruginosa coraza y elogia: - Es una seda.
Dulcidio se estremece y cierra los ojos y abre la boca y alza la cola y siente lo que nunca. Pero cuando da vuelta la cabeza ella ya no está. Arrastrándose a toda velocidad a través del pajonal, la busca al derecho y al revés y por los cuatro costados. No hay rastros. Y el domingo siguiente, ella no viene a la orilla del río. Y tampoco el otro domingo, ni el otro.
Desde que la vio, la ve. Y nada más ve.
El dormilón no duerme, el tragón no come. La alcoba de Dulcidio ya no es el feliz santuario donde reposaba amparado por sus difuntas esposas. Las fotos de ellas siguen allí, tapizando las paredes de arriba a abajo, con sus marcos en forma de corazón y sus guirnaldas de azahares; pero Dulcidio, condenado a la soledad, yace hundido en las cobijas y en la melancolía. Médicos y curanderos acuden desde lejos y ninguno puede nada ante el vuelo de la fiebre y el derrumbe de todo lo demás.
Prendido a la radio a pilas, que le ha vendido un turco de paso, Dulcidio pena sus noches y sus días suspirando y escuchando melodías pasadas de moda. Los padres desesperados, lo miran marchitarse. Él ya no exige mujer como antes exigía:
- Tengo hambre.
Ahora suplica:
- Yo soy un pordiosero del amor.
Y con voz rota, y alarmante tendencia a la rima, musita homenajes de agonía a la dama que le ha robado la calma y el alma.
Toda la servidumbre se lanza a buscarla. Los perseguidores revuelven cielo y tierra; pero ni siquiera se sabe el nombre de la evaporada, y nadie ha visto jamás a ninguna mujer de anteojos en estros valles, ni más allá.
En la tarde de un domingo, Dulcidio tiene una corazonada. Se levanta, a duras penas, y de mala manera se arrastra hasta la orilla del río. Y allí está ella.
Bañado en lágrimas, Dulcidio declara su amor a la niñacha desdeñosa y esquiva, confiesa que de sed perezco por las mieles de tu boca, proclama que ni tu olvido merezco, palomita que me aloca y la abruma de lindezas y arrumacos.
Y se viene la boda. Todo el mundo agradecido, porque ya el pueblo lleva largo tiempo sin fiesta y allí Dulcidio es el único que se casa. El cura hace precio, por tratarse de un cliente tan especial.
Gira el charango alrededor de los novios y suenan a gloria el arpa y los violines. Se brinda por el amor eterno de la feliz pareja, y ríos de ponche corren bajo las ramadas de flores.
Dulcidio estrena piel nueva, rojiza en el lomo y verdiazul en la cola prodigiosa.
Y cuando los dos quedan al fin solos, y llega la hora de la verdad, él ofrece:
- Te doy mi corazón. Písalo sin compasión.
Ella apaga la vela de un soplido, deja caer su vestido de novia, esponjoso de encajes, se saca lentamente los anteojos y le dice:
- No seas huevón. Déjate de pendejadas.
De un tirón lo desenvaina y arroja la piel al suelo. Y abraza su cuerpo desnudo, y lo arde.
Después Dulcidio se duerme profundamente, acurrucado contra esa mujer, y sueña por primera vez en la vida.
Ella se lo come dormido. Lo va tragando de a poquito, desde la cola hasta la cabeza, sin hacer ruido ni mascar fuerte, cuidadosa de no despertarlo, para que él no vaya a llevarse una fea impresión.
Eduardo Galeano. Mujeres.
2 comentarios:
Me parece estupendo Gemma. ¿Es tuyo?
No, no, ¡ya me gustaría!. Es un cuento que está recogido en el libro de Galeano "Mujeres" de la editorial Anaya. Imagínate, lo leí hace años, cuando sacaron la edición Alianza Cien, que por Cien pesetas adquirías un libro.
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